El 25 de diciembre de 1994, marcó el inicio de un capítulo trascendental en mi vida. Aquel día, dejamos atrás Alhucemas, mi ciudad natal, y emprendimos un viaje hacia Tetuán. La mudanza no fue solo un cambio geográfico; fue una transición entre dos mundos, entre la familiaridad de la infancia y la promesa de descubrimientos en una nueva ciudad. El recuerdo de aquel viaje sigue siendo tan nítido como si ocurriera hoy mismo. Desde la ventanilla del coche, observaba cómo los paisajes conocidos se transformaban en horizontes inexplorados, para mí, que nunca antes había abandonado Alhucemas, cada kilómetro recorrido representaba un paso hacia lo incierto. Aunque la hora de salida se desvaneció de mi memoria, recuerdo claramente que era muy temprano cuando nos despedimos de nuestra familia. En aquella época, la carretera costera que conocemos hoy no existía; solo contábamos con la antigua ruta serpenteante entre las montañas.
Mientras el coche avanzaba lentamente, la nieve cubría el suelo, reflejando la luz pálida de la madrugada y envolviendo el paisaje en un manto de tranquilidad. El frío penetrante se filtraba a través de los cristales, y en el asiento trasero del coche había una manta grande, de colores rojo y negro, que nos abrigaba a mí y a mis hermanas quienes dormían plácidamente. En ese momento, mientras el mundo dormía a mi alrededor, mi mente se llenaba de pensamientos sobre las conversaciones familiares de las últimas semanas. Como una niña que solo había conocido Alhucemas, ¿Cómo sería Tetuán?. Según los familiares que habían visitado Tetuán antes, nos esperaba una ciudad completamente diferente, donde la gente hablaba un idioma distinto. ¿Por qué teníamos que dejarlo todo atrás para ir a un lugar donde ni siquiera nos entenderían?
Al llegar a Tetuán, me encontré en un mundo totalmente nuevo. Me acuerdo muy bien del primer día del colegio, fue una experiencia que nunca olvidaré. Las miradas curiosas de mis compañeros, y el sonido de un idioma desconocido, me hicieron sentir fuera de lugar. Cada sonido era un recordatorio de lo diferente que era este entorno en comparación con lo que estaba acostumbrada. Yo, siendo una niña tímida por naturaleza, me sentía perdida en un mar de palabras desconocidas y abrumada por la idea de tener que hacer amigos en un lugar donde no conocía a nadie y donde nadie me entendía. A medida que pasaban los años, mi dominio del darija mejoraba y poco a poco me sentía más integrada en mi nuevo entorno.
Cuando mis pasos pisaron por primera vez la Medina de Tetuán, sentí que una historia de amor única estaba a punto de desplegarse. El punto de partida de nuestro recorrido diario era la Escuela de Artes y Oficios, cruzábamos la Puerta de Bab Okla de la mano de mi padre, un portal que no solo marcaba la entrada a la Medina, sino también el comienzo de nuestra rutina matutina. Esta puerta, con su arco majestuoso, nos daba la bienvenida a un universo fascinante, a un mundo de callejones estrechos, casas con sus fachadas de cal, y comercios de artesanía que exhibían sus tesoros y narraban la habilidad de generaciones pasadas.
El camino hacia el edificio del Fénix, donde mi padre desplegaba sus jornadas laborales no solo era un deleite para los sentidos, sino también una experiencia aromática inolvidable. El irresistible olor a pan recién horneado de las panaderías era solo el preludio de esta experiencia olfativa, los días de lluvia añadían otra dimensión, las gotas de agua al tocar los jazmines que adornaban las esquinas, liberaban ese dulce perfume que se mezclaba con el aire fresco de las mañanas, y al caer sobre los techos de la Medina, creaban una melodía acompasada con nuestros pasos. Al acercarnos a la Puerta de Los Vientos, Bab Riwah, nos saludaba el frio con una sensación acogedora anunciando el comienzo de otro mundo que nos esperaba. La Plaza de Feddan se convertía en un escenario animado por las palomas que revoloteaban en busca de migajas. Los niños, cada uno con su uniforme escolar, atravesaban la avenida de Mohamed V hasta llegar a la Plaza de Primo de Rivera, el sonido distinto de la iglesia, su llamativo color amarillo y su presencia imponente, marcaban la transición hacia otra parte de Tetuán, El Ensanche, donde diferentes tradiciones y comunidades coexistían en armonía.
Mi infancia en Tetuán estaba impregnada de estas experiencias sensoriales y visuales que se convirtieron en la paleta de colores de mis recuerdos más queridos. Hoy, mientras reflexiono sobre mi historia, veo mi vida como un viaje constante entre Alhucemas y Tetuán. Cada ciudad me ha brindado lecciones valiosas y ha contribuido a la persona que soy. Las olas de Alhucemas y las callejuelas de Tetuán son parte de mi ser, creando un tapiz único que se despliega a medida que avanzo en mi camino. En este viaje de raíces y recuerdos, encuentro la belleza de la dualidad, donde dos ciudades pueden coexistir en armonía dentro de un corazón. En Alhucemas encontré mis cimientos, y en Tetuán, las alas para volar.
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